Con todo el cariño acumulado en los recuerdos de mi
infancia, vuelvo a recorrer las antiguas calles de mi ciudad camino del
mercado. Acompaño a mi hermana mayor que me había acogido en su casa para que
estudiara. Recuerdo los pasos rápidos hacia el mercado de la Plaza Alta, el
olor a manzanas maduras mezclado con los de las carnicerías y todo tipo de
artículo comestible que se vendía en aquél original edificio metálico. La
algarabía infantil agarrada a las faldas de su madre y las voces de los
vendedores que pregonaban sus productos recién traídos de los pueblos
colindantes. Una postal rancia de los años setenta, que por arte de la
superación de sus gentes hoy ha sabido adaptarse a los nuevos tiempos.
De aquella plaza, por arte de magia, había
desaparecido todo vestigio de su arquitectura original tapado por el edificio
metálico, que se mantuvo regio en medio de la plaza durante setenta años,
anulando las casas consistoriales, los arcos mudéjares, las casas coloradas o la
plaza San José.
Todo aquello en los días cálidos se me presenta en
blanco y negro, detenido en el tiempo como el sol en la cima de una montaña, lejana,
luminosa, cálida y placentera, guardando el equilibrio a la espera de volver a
vivir la algarada de aquellos día de alegre visita al mercado.
Antonia
Marcelo 22-06-2020
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