viernes, 10 de febrero de 2017

NO TE DEJES HUMILLAR








En mi pueblo, Manchita, donde pasé los primeros años de mi niñez, eran los años sesenta, no había en el pueblo ninguna fuerza de autoridad como policía local o guardia civil para intervenir en los casos de conflictos normales de convivencia. Estos últimos venían ocasionalmente de Guareña donde sí, había cuartel y se desplazaban por parejas y a caballo, recorrían los cortijos adyacentes y por el pueblo lo hacían más con ocasiones de la romería, los lunes de Resurrección, o de la feria en honor a la patrona Nuestra Señora de la Natividad, a la que se le tiene en gran veneración. Pero sí existía un órgano judicial unipersonal con ámbito local en la figura del “juez de paz”, que sin los conocimientos de un letrado, solucionaba los conflictos mediante conciliación entre las partes, basándose en las reglas de equidad y convivencia; estos eran normalmente: asuntos de lindes, rencillas en los bares y peleas entre matrimonios. El juez de paz era elegido entre los habitantes del pueblo y debían ser personas honestas y de demostrada honorabilidad.
Esta figura estaba representada por aquél entonces, en época de escasez, por mi padre Anselmo Marcelo, al que recuerdo, sobre todo en días de fiesta, que en cualquier momento se presentaba alguien gritando ¡ Sr. Anselmo, Sr. Anselmo! Venga corriendo que mis padres se están peleando. Momento sin dilación en el que mi padre dejaba lo que estaba haciendo y corría al lugar de los hecho, de donde volvía con una sonrisa de oreja a oreja, satisfecho por haber puesto paz en un hogar, que además, seguro que se trataba de la casa de algún amigo o familiar, cosa habitual en un pueblo pequeño donde todos estaban unidos por lazos comunes.

No me ocurrió a mí lo mismo cuando hace unos días me encontré mientras paseaba por el Puente Viejo, con una joven que empujando un carrito de bebé y acompañada por un niño de unos seis años, lloraba amargamente por teléfono hablando con otra persona, que por las palabras que escuché, se notaba terriblemente presionada a realizar algo que ella no deseaba, tanto que no le importaba que todo el que pasaba a su lado los mirara. La cara del niño que la acompañaba y la angustia de la mujer no creo se me borren en mucho tiempo; me lleva acompañando varios días y siempre se me viene una y otra vez a la memoria mi padre, al que pregunto insistentemente: qué habría hecho él ante una situación tan angustiosa donde una madre y sus hijos se sienten tan terriblemente humillados y pisoteados.   

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