En
mi pueblo, Manchita, donde pasé los primeros años de mi niñez,
eran los años sesenta, no había en el pueblo ninguna fuerza de
autoridad como policía local o guardia civil para intervenir en los
casos de conflictos normales de convivencia. Estos últimos venían
ocasionalmente de Guareña donde sí, había cuartel y se desplazaban
por parejas y a caballo, recorrían los cortijos adyacentes y por el
pueblo lo hacían más con ocasiones de la romería, los lunes de
Resurrección, o de la feria en honor a la patrona Nuestra Señora de
la Natividad, a la que se le tiene en gran veneración. Pero sí
existía un órgano judicial unipersonal con ámbito local en la
figura del “juez de paz”, que sin los conocimientos de un
letrado, solucionaba los conflictos mediante conciliación entre las
partes, basándose en las reglas de equidad y convivencia; estos
eran normalmente: asuntos de lindes, rencillas en los bares y peleas
entre matrimonios. El juez de paz era elegido entre los habitantes
del pueblo y debían ser personas honestas y de demostrada
honorabilidad.
Esta
figura estaba representada por aquél entonces, en época de escasez,
por mi padre Anselmo Marcelo, al que recuerdo, sobre todo en días de
fiesta, que en cualquier momento se presentaba alguien gritando ¡
Sr. Anselmo, Sr. Anselmo! Venga corriendo que mis padres se están
peleando. Momento sin dilación en el que mi padre dejaba lo que
estaba haciendo y corría al lugar de los hecho, de donde volvía con
una sonrisa de oreja a oreja, satisfecho por haber puesto paz en un
hogar, que además, seguro que se trataba de la casa de algún amigo
o familiar, cosa habitual en un pueblo pequeño donde todos estaban
unidos por lazos comunes.
No
me ocurrió a mí lo mismo cuando hace unos días me encontré
mientras paseaba por el Puente Viejo, con una joven que empujando un
carrito de bebé y acompañada por un niño de unos seis años,
lloraba amargamente por teléfono hablando con otra persona, que por
las palabras que escuché, se notaba terriblemente presionada a
realizar algo que ella no deseaba, tanto que no le importaba que todo
el que pasaba a su lado los mirara. La cara del niño que la
acompañaba y la angustia de la mujer no creo se me borren en mucho
tiempo; me lleva acompañando varios días y siempre se me viene una
y otra vez a la memoria mi padre, al que pregunto insistentemente:
qué habría hecho él ante una situación tan angustiosa donde una
madre y sus hijos se sienten tan terriblemente humillados y
pisoteados.