Con tranquilidad. Recostada en el sillón de mi casa, veo en un documental el enfrentamiento que ocurre entre una gran serpiente y una rata. Ambos se miran y ninguno se atreve a atacar. ¿Quién habría ganado la batalla?
Qué absurdo. Imposible deducir.
En una ocasión sentí la posibilidad de que en el salón donde me encontraba
podía haber un roedor. Cosa natural en el campo. Muy decidida, comienzo a mover
muebles y cortinas. Justo bajo el sofá, donde había pasado mi pequeña siesta,
había una hermosa rata, paralizada frente a mi mirada, quieta y asustada. Sus
redondos ojos no se movían. Estaban fijos en los míos. Eran vivos y dulces. Yo
aterrorizada también. Paralizada sin atreverme a hacer la mínima exclamación. Ni
siquiera una frase para preguntarle qué hacía allí tan quieta e inquietante,
como habría ocurrido si encontraba un extraño dentro de mí casa. Su mirada me
traspasaba. Yo sentía que ella podía estar también asustada como yo. Pero solo
con sus ojos me retaba a ser la primera en actuar. No. Eso eran imaginaciones
mías. Las dos estábamos indefensas. ¿Qué arma utilizaría ella? ¿Qué arma
utilizaría yo? Las únicas que teníamos eran nuestros ojos.
No tuve más remedio que
levantarme del suelo. Dejar el enfrentamiento absurdo que había comenzado y
largarme de aquel lugar que el animal había conquistado solamente con su mirada.
¿Cómo serán los ojos de Dios?
¿Me conquistará también cuando
nos encontremos en nuestro duelo final?
Antonia Marcelo